jueves, 27 de septiembre de 2012

Cuando recuerdas y lloras

Me podría tirar horas en el balcón de las flores rojas. Podría malgastar, como algunos considerarían, horas de mi tiempo y mi vida mirando tras el cristal de las alturas sostenido entre jazmines y petunias, rojas, azules y amarillas. Horas viendo desde una sola perspectiva cielo, mar y tierra sin apenas girar la cabeza.

Y desde ese sitio preguntarme porqué no se caen las nubes, porqué soportan el peso de la gravedad en lugar de rendirse y echar a llorar dejando nuestros suelos fríos y un olor a limpio que me desgarra la cara a sonrisas. Porqué han de esperar a congregarse unas con otras para tener la suficiente fuerza como para llover, en lugar de hacerlo a su antojo. Y desde ese sitio preguntarme porqué no se caen las nubes.

Ver la gente pasear. Y ver a sus respectivas sombras detrás perseguirles como si de un detective privado se tratase, pegadas a sus talones sin despegarse un ápice. Ni el más joven Peter Pan logró desasirse de su sombra y, cuando lo logró, solo deseaba cosérsela de nuevo a trompicones. Los matices, altibajos, texturas... Desde el balcón de las flores rojas, por poder, puedo detectar hasta los colores de una sombra.

Y desde allí veo la tierra, que hace poco volvió el cielo nocturno naranja y que ahora yace negra entre escarcha y ceniza. Veo verdes árboles civilizados que intentan imitar la pureza de aquellos que no han sido plantados, sino que, simplemente, han sido.
Y veo mar, un mar azul que se extiende desde una punta del balcón hasta la otra. Entonces, al llegar a ese punto de ensimismamiento, puedo ver el blanco de las olas, de la espuma rompiendo en las rocas, a veces incluso me parece oler a sal y arena. De repente siento los pies frios y se me erizan hasta los pelos de la nuca. Se echa de menos, esos paseos, digo, que antes mis pies vivían por esa playa. Y echo de menos esa roca, La isla del tesoro, en la que me podía tirar horas subida jugando y viendo la marea divertirse con la Luna. Tirar piedras saltarinas, y que saltaran pocas, aprender a silbar, recoger conchas y clavarme erizos en los talones. Hasta eso echo de menos. Aquellos tiempos, aquellos años, que de repente al recordarlos acaban de lograr que me ponga a llorar, lo que no han conseguido un día penoso o dos suspensos. Recuerdos. Que no van a volver y que, seguramente, estén escondidos, además de en mi memoria, en algún rincón del mar.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Cuántos de mis besos cabrían en tu cuello.

Te vislumbré de repente entre aquella multitud desenfrenada. No podría haberte encontrado su hubiese querido y, sin embargo, destacabas como un semáforo en rojo a media madrugada.

Más de una vez me crucé con tus ojos. Creo que eran color avellana. No lo recuerdo. Lo cierto es que pasaron a un segundo plano cuando vi la curva de tus labios. La suave línea que los dibujaba se me antojaba demasiado. El surco sutil y hermoso se rompía en cada sonrisa y se quebraba en cada carcajada para volver a recomponerse al sostener un Marlboro. 

Más de una vez me crucé con tus ojos. Y, seguramente, si después de esa noche te hubiese vuelto a ver, serían esos ojos los que me traerían por la periferia de la cordura. Pero me entretuve esta vez en tu cuello. 
Cada minuto más segura de que si  Vitrubio o Da Vinci lo vieran, llorarían de la emoción al ver tal despliegue de perfección áurea. 

Me entretuve calculando cuántos de mis besos cabrían en tu cuello. Si volvería a ver la línea dulce de tus labios. Miles de decibelios a mis espaldas y juro que casi podía oírte respirar.

No sé si eran color avellana, tirando a negros, esos ojos, dueños de esos labios y de ese cuello. No sé la proporción de tus ideas ni los límites de tus miedos. No sé a qué saben tus recuerdos ni porqué has decidido matarte lentamente a cigarrillos consumiendo los minutos. 

A lo mejor sí que estoy ya en esa franja, al borde de la locura, y esto no ha sido más que un sueño.