Anestesia para, en el caso de soñar, "si te he visto, no me acuerdo". Para respirar pausadamente y sólo llegar a contarme tres inspiraciones, que la cuarta sea una voz en off de la que no reconozca ni la sombra.
Pido anestesia intravenosa, la pido porque sin ella sé que esta noche no pego ojo, que los problemas (o al menos, lo que yo llamo "mis problemas") me van a taladrar la cabeza igual que cuando el vecino se compra un cuadro nuevo. Sé que voy a ver flotando aislantes térmicos y que cubiertas inclinadas me van a perseguir en medio de un laberinto de talleres comunes de vecinos artesanos en una parcela común con dilemas aún sin resolver. Sé que en cuanto cierre los párpados y las fachadas se desarmen van a llegar tus ojos, a los que apenas recuerdo, para ser ellos los que me desarmen a mí, y entonces voy a llorar hasta que me duela la cabeza, hasta que me duela tanto que tenga que levantarme a por un gelocatil y a sonarme la nariz. Probablemente, si me quedase dormida, sería muy tarde y tendría pesadillas, si es que no considero ya pesadillas que me persigan proyectos sin salida, proyectos donde cambiar tu sonrisa por un par de pilares que salven las luces entre paredes infinitas. Paredes. Paredes que limitan. Que limitan el contacto entre nuestras pupilas. Paredes sin puertas que me encierran y a las que no puedo golpear. Y a esas paredes le siguen techos, techos situados también en el infinito y que no dejan pasar por ninguna rendija ni una pizca de aire con el que llenar mis pulmones, encharcados al mismo tiempo por el agua de una humedades intersticiales que se reflejan en el aislante y en mis dedos. Esos mismos dedos que buscan tu cara entre sueños, que buscan a tientas y se quedan sin nada.
Una pesadilla en planta y sección reflejada a plena luz del día. Una pesadilla con unos ojos tan hermosos que, hasta cerrados, rompen mis esquemas de simetría.