sábado, 22 de febrero de 2014

Con la frente marchita.

Pagaba por volver a ese lugar. A esas calles de adoquines rojos.
Quedé atada a esa ciudad y no es la primera vez que escribo sobre ella y probablemente no sea la última. Es el único modo que tengo de mantener este romance caprichoso que separan unos cientos de kilómetros.

Cierro los ojos y sólo sueño con volver. Volver a pisar esos adoquines, volver a pasear hasta perderme de nuevo. Volver para regresar. Y volver a echar de menos.
Estoy vinculada a ella desde lo más profundo de mi estómago, desde el nudo más enredado de mi esófago, ese que se forma cuando aguantas las ganas de llorar.
La línea que nos une cada vez está más tirante, en cualquier momento se va a romper dándome un latigazo que me haga imposible aguantar estar lejos de ella.

Amo esa ciudad. Desde el más insignificante detalle que la conforma.

Quizá lo único que deteste de ella sea lo mucho que la echo de menos, lo mucho que la quiero para el poco tiempo que la tuve.

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