(Hoy voy a escribir para mí y para ella nada más.)
Hace un par de días que salía de la facultad a eso de las siete de la tarde, con la chaqueta puesta y la mochila sobre mi hombro izquierdo, por no perder la costumbre de maltratarme la espalda. Caminaba de vuelta a casa cuando de mis labios salió un "¡Qué bien!¡Huele a frío!", y acto seguido sonreí por lo que acababa de decir. Cómo puede ser que huela a frío, cómo puede ser que me guste tanto esa sensación de dulce y suave quemazón en las mejillas. Acababa de terminar de llover y las calles estaban llenas de charcos y de hojas de los árboles, colmados de pequeñas gotitas transparentes que reflejaban el cielo. Olía a limpio por todas partes, a la alegría de las nubes grises y al césped húmedo atestado de barro. Todos los coches estaban limpios, y apuesto a que también se limpia mi corazón y mi cabeza cuando llueve. Durante ese paseo me di cuenta de que "ya olía a frío".
Pero la llegada del otoño no sólo trae este frío que tanto añoro en agosto: trae consigo los ácaros de abrigos guardados durante meses, paraguas de lunares rojos y guantes de franela deshilachados. Y cristales empañados, y zapatos mojados... Y recuerdos de un par de años ya no tan nítidos como antes. Recuerdos que con el tiempo intentas proteger para que se queden ahí, en tu memoria, sin que sean perturbados o alterados. Pero la memoria no es de hierro, se resquebraja, y, por suerte o por desgracia, esos recuerdos se van deshaciendo, y con el tiempo no quedan más que atisbos de esos días, de esos pocos días, que con tanto empeño tratas de proteger. Para demostrarle a alguien, o a ti mismo, que hay que luchar, que seguir, que la vida es bonita y que se escapa, y que los cristales en otoño se empañan, y que mis ojos en octubre ya casi no lloran.
Proteger los recuerdos de una niña de hace seis años es difícil, sobretodo, sabiendo que es posible que te marcasen más por el hecho de ser una niña. Y pensar que si esos momentos los viviese ahora, quizá no se marcarían tanto, no me agrada. Prefiero seguir pensando que si tengo esos recuerdos, ya bastante gastados, es porque merecen estar ahí. Porque ella se ganó estar ahí. Cada día, aunque fuesen pocos y ya hayan pasado muchos más de los que quisiera.
Que llegue otoño y traiga sus recuerdos rotos. Que octubre empañe los cristales de mis ojos. Y que estos recuerdos me sirvan durante muchos más años para que, mientras te escribo, llore y sonría al mismo tiempo.
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