sábado, 22 de febrero de 2014

Con la frente marchita.

Pagaba por volver a ese lugar. A esas calles de adoquines rojos.
Quedé atada a esa ciudad y no es la primera vez que escribo sobre ella y probablemente no sea la última. Es el único modo que tengo de mantener este romance caprichoso que separan unos cientos de kilómetros.

Cierro los ojos y sólo sueño con volver. Volver a pisar esos adoquines, volver a pasear hasta perderme de nuevo. Volver para regresar. Y volver a echar de menos.
Estoy vinculada a ella desde lo más profundo de mi estómago, desde el nudo más enredado de mi esófago, ese que se forma cuando aguantas las ganas de llorar.
La línea que nos une cada vez está más tirante, en cualquier momento se va a romper dándome un latigazo que me haga imposible aguantar estar lejos de ella.

Amo esa ciudad. Desde el más insignificante detalle que la conforma.

Quizá lo único que deteste de ella sea lo mucho que la echo de menos, lo mucho que la quiero para el poco tiempo que la tuve.

martes, 11 de febrero de 2014

Tengo el detonante.

Tantas horas gastadas en algo que ya compone tu organismo en un porcentaje más alto que el agua. Llega a formar tanta parte de ti que cuando no tienes que emplearte a fondo con ello el tiempo se dilata y no sabes cómo usarlo. Tantas horas, tanto esfuerzo y tanto sueño. Discusiones, gritos y, a veces, silencios. Cuando algo forma tanta parte de tu vida que, si te va bien, todo lo demás no importa y, si te va mal, todo lo demás, tampoco importa. Puedes pasar de un extremo al otro en 5 minutos que dura una corrección, en 5 horas que dura un examen. Es como una novia celosa que no te comparte. Te absorbe. Y a veces te hace feliz y otras tantas un desgraciado. Aunque un desgraciado con vocación, ojeras y alguna que otra dioptría. Es tan jodidamente visceral... No se puede pasar por esa escuela sin dejarte en ella, literalmente, sangre, sudor y lágrimas. El problema está cuando lo que pasa es esa escuela eclipsa lo que pasa fuera de ella y, todo lo demás, no importa. Y te dejas las lágrimas tanto dentro, como fuera.

Así es cómo te sientes cuando pones toda la carne en el asador y se te quema.

lunes, 3 de febrero de 2014

A ninguna parte, por favor.

Me pido disculpas a mí misma por si lo que escribo no está a la altura de las expectativas. Bien sabemos tú y y yo que con el corazón contento no se escriben buenos versos. Ya lo dijo Unamuno, a su manera.

Hace tiempo que pedí un billete sólo de ida sin saber que estaba obligada a volver. De ida a donde las cosas no duelen, no se sienten. Donde la cabeza tiene dictadura férrea y el corazón se limita a obedecer, sin preguntarse el porqué. Un billete de ida a los instantes neutros de miradas ausentes.

Sin darme cuenta, estaba obligada a volver. A volver a dónde los ojos escuecen, dónde hay sueño y cansancio y donde las manos frías duelen. Volver a los sitios llenos de recuerdos, volver a esos recuerdos. Estaba obligada a volver a pasar miedo, a volver a pasar incertidumbre, esa que tanto me pesa en los bolsillos.

Pero una de cal siempre conlleva otra de arena. Sentir frío significa ausencia de calor. Calor. Se me olvidaba que sentir era una balanza. Un día está en la base y otra en el alza. Los ojos escuecen de risa, del sueño de haber soñado despierta. Y los recuerdos... Los recuerdos, aún siendo tristes, te hacen fuerte, te ayudan contra ese miedo. Un miedo sin fundamento, al fin y al cabo.

Cuando pedí el billete sólo de ida, quería librarme de todo lo malo que conlleva que el corazón lleve la voz cantante. Pero se me olvidaba que en el camino se quedarían otras cosas. Cosas que te pueden hacer llorar, sí, sentir miedo, también. Pero son cosas que te hacen ser lo que eres, y te hacen feliz también, en cierto modo. Y perderlas no merece la pena.