lunes, 3 de febrero de 2014

A ninguna parte, por favor.

Me pido disculpas a mí misma por si lo que escribo no está a la altura de las expectativas. Bien sabemos tú y y yo que con el corazón contento no se escriben buenos versos. Ya lo dijo Unamuno, a su manera.

Hace tiempo que pedí un billete sólo de ida sin saber que estaba obligada a volver. De ida a donde las cosas no duelen, no se sienten. Donde la cabeza tiene dictadura férrea y el corazón se limita a obedecer, sin preguntarse el porqué. Un billete de ida a los instantes neutros de miradas ausentes.

Sin darme cuenta, estaba obligada a volver. A volver a dónde los ojos escuecen, dónde hay sueño y cansancio y donde las manos frías duelen. Volver a los sitios llenos de recuerdos, volver a esos recuerdos. Estaba obligada a volver a pasar miedo, a volver a pasar incertidumbre, esa que tanto me pesa en los bolsillos.

Pero una de cal siempre conlleva otra de arena. Sentir frío significa ausencia de calor. Calor. Se me olvidaba que sentir era una balanza. Un día está en la base y otra en el alza. Los ojos escuecen de risa, del sueño de haber soñado despierta. Y los recuerdos... Los recuerdos, aún siendo tristes, te hacen fuerte, te ayudan contra ese miedo. Un miedo sin fundamento, al fin y al cabo.

Cuando pedí el billete sólo de ida, quería librarme de todo lo malo que conlleva que el corazón lleve la voz cantante. Pero se me olvidaba que en el camino se quedarían otras cosas. Cosas que te pueden hacer llorar, sí, sentir miedo, también. Pero son cosas que te hacen ser lo que eres, y te hacen feliz también, en cierto modo. Y perderlas no merece la pena.

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